Enfrentamos una falsa disyuntiva: un enfoque reduccionista atribuye la violencia de género, y el femicidio, al llamado “gen de la violencia”; más precisamente, a los genes MAO-A y CDH 13 presentes en el cromosoma X. Otras voces apelan a las “causas estructurales”, a la “violencia social”.
Pero, a diferencia de otras formas de homicidio, el femicidio no pasa necesariamente por la pobreza y la marginación social. Su motivación raramente es una retribución económica, política o criminal. Por el contrario, el femicida se encuentra en todos los estratos sociales, en todas las adscripciones políticas y religiosas, y puede tener solvencia económica y una alta escolaridad.
El femicida es primordialmente un producto histórico social, propio de una cultura patriarcal que organiza la vida social a partir de una jerarquización convencional entre hombres y mujeres; así como entre clases sociales, etnias y edades.
Consecuentemente, en aras de la protección de las mujeres, tenemos la tarea histórica de erradicar el patriarcalismo, el llamado “machismo”, por cuanto las inferioriza en todos los planos de su vida interpersonal, económica y social. Pero, ¿cuáles son los alcances de dicha erradicación?
Debemos proponer la erradicación del patriarcalismo en la familia, en la escuela, en la iglesia, en el trabajo y en la comunidad, real y virtual. Pero, ¿cómo hacerlo? Practicando una cultura alternativa de inclusividad; la cual empieza con la ruptura y la recomposición de las relaciones tradicionales de poder, expresadas en valores, actitudes y roles.
Sin embargo, mucho y poco ha cambiado el ámbito familiar. Basta con que el hombre “ayude” algo en la casa; mientras que acompañar a la mujer a la escuela, a la iglesia o de compras, ya es un plus. Y, por su parte, quién sigue haciendo qué en la iglesia, en la empresa y en la comunidad. Salvo excepciones, la fórmula municipal es alcalde (hombre) y vicealcaldesa (mujer); y la fórmula de la junta directiva de la empresa familiar es presidente (padre) y secretaria (madre o hija).
Por su parte, en la educación formal, estamos retrocediendo en la formación integral para la afectividad y la sexualidad; y ni siquiera se concibe la gestión de nuevas masculinidades. La educación sexual y la convivencia inclusiva, deben ser parte esencial del currículo desde el jardín de infantes.
Pero, nuestro mayor obstáculo en la erradicación del patriarcalismo, se encuentra en el consumo masivo de los productos culturales de la llamada industria del entretenimiento. Hablamos de la industria del cine, la televisión y la música comerciales; así como de los videojuegos.
Es allí, en el mercado del entretenimiento, donde actualmente se gestan los valores y los significados sociales. Es allí donde se negocia lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo justo y lo injusto, lo deseable y lo indeseable, lo que tiene sentido y lo que es simplemente un sinsentido.
Y, por su parte, la industria de la publicidad nos impone productos culturales que consumimos cotidianamente en los medios masivos de comunicación. Asistimos a la reproducción constante del “machismo” en los contenidos, expresos o latentes, y en las formas, sub o supra liminales, de la publicidad.
El problema es la “naturalización”, la normalización, de la violencia; que deriva fácilmente en violencia de género. Sentados frente a la pantalla o en la consola de juegos, consumimos una “cultura depredadora”.
Y, mediante el consumo de estereotipos de belleza, somos testigos y cómplices de la “cosificación” de la mujer; de su transformación en una mercancía más que circula, según la oferta y la demanda, en el mercado. Y, en tanto mercancía, se puede poseer, usar y desechar.
¿Y las redes sociales? Precisamente, el “ser o no ser” se decide ahora en las redes sociales. En la sociedad del hiper consumo, el éxito radica en ser consumidores. No importa lo que una persona haga, en tanto lo convierta en consumidor; y en un consumidor implacable.
Con la irrupción de las redes sociales, primero nos vendemos, cual mercancía, en el mundo virtual. Nos “cosificamos” sumando “amistades”, seguidores y likes. Nos “cosificamos”, tanto hombres y mujeres. La diferencia es lo que el mercado demanda que exhiba cada género: al hombre, su mente; y a la mujer, su cuerpo.
Profesor de la Maestría en Bioética, UCR/UNA
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